miércoles, 30 de mayo de 2007

AMOR Y FE

AMOR Y FE

La madre miraba afligida el cuerpecito de su hija, la enfermedad la estaba consumiendo y su precaria economía no le permitía acudir a los servicios de ningún médico.

Elisa, la madre de la niña, era una mujer joven, de no más de 30 años, aunque la mala alimentación la hacían aparentar mayor edad. Junto con su esposo Efraín, habían procreado una familia de 3 hijos: Juanito de 7 años, Luisito de 5 y la enfermita, Lupita, de escasos 2 años.

Elisa y Efraín formaron un buen matrimonio. El era empleado de una empresa privada y Elisa, aunque había estudiado la preparatoria, se dedicaba de tiempo completo al cuidado de su hogar. Era un matrimonio cristiano, asistían a los servicios religiosos y educaban a sus hijos en la forma que sus creencias les aconsejaban. La vida les estaba llevando por un camino tranquilo y sin sobresaltos.

Pero llegó la crisis y los problemas se fueron acumulando. La empresa en que trabajaba Efraín había reducido su nómina y el joven fué despedido. Aunque tenía una mediana preparación escolar, el hombre no pudo conseguir un empleo fijo. Durante algunas semanas manejó un taxi, pero el desconocimiento del oficio no lo favorecía para obtener los ingresos suficientes para el sostén de su familia. Elisa hacía cuanto le era posible con la economía familiar, pero tuvo que ir reduciendo la dieta de la familia, primero los padres y finalmente los hijos.

En este estado de cosas, ante la reducción en la calidad alimenticia, Lupita, por ser la menor, resintió más el cambio y se hizo más propensa a las enfermedades. La anemia hizo presa de la niña, minando poco a poco su salud.

El padre desempleado perdió también el beneficio de la llamada “medicina social”, por lo que solo disponían de remedios caseros. En una ocasión, asistiendo a la misa dominical, se enteraron de que en cierto templo se realizaba una vez al mes, la misa para los enfermos. Llegado el día, Elisa y Efraín asistieron al servicio, llevando a Lupita para ponerla en manos del Divino Médico. El templo estaba lleno de fieles. El matrimonio oró con devoción y llenos de fe y esperanza escucharon el Evangelio en aquel pasaje en que la gente llevaba a sus enfermos para que Jesús los sanara. Llegado su turno, Elisa llevó a Lupita para que el sacerdote la ungiese. Lágrimas de fe, agradecimiento y esperanza rodaban por sus mejillas, pero luego una gran tranquilidad la embargó.

Esa noche la niña durmió tranquila y Elisa, después de muchas noches de sueño interrumpido varias veces, al fin pudo descansar.

Ese descanso la sumió en un profundo sueño; en ese estado tuvo una visión, una ensoñación: Vió a Jesús que, amoroso, posaba sus manos sobre la cabeza de Lupita y tomándola de la mano la ponía en pie. Después de eso, continuó su sueño profundo, tranquilo, reparador. Al día siguiente Lupita se veía mejor, se levantó a jugar y desayunó lo poco que había para ella. Ese mismo día, Efraín fue recontratado en su antiguo empleo.
Tomados de la mano, la familia entera fué al Templo y postrados ante el Santísimo, dieron gracias a Dios por haber escuchado sus ruegos. Juntos repitieron “Señor, yo no soy digno de que vengas a mi, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.


“Jesús les dijo: “No es la gente sana la que necesita médico, sino los
enfermos. Vayan y aprendan esta Palabra de Dios: Me gusta la
misericordia más que las ofrendas, pues no he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores”. (Mt. 9:12, 13).


Sergio Amaya S.
Mayo 05 de 1997
Acapulco, Gro.

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