sábado, 24 de enero de 2009

EL MENSAJE

Transcurría uno de esos meses calurosos, caniculares, pesados. Las gentes en las calles se notaban malhumoradas, tensas. El calor aplastante ponía a flor de piel la intolerancia.

Ese malestar en la conducta de las personas era evidente, también, en los automovilistas. Por cualquier cosa se insultaban de auto a auto, amenazantes, con deseos inconscientes de descargar en cualquier persona su mal humor.

Jacinto, era un chofer de taxi, tendría unos 23 años. En términos generales se podría decir que era un buen muchacho, aunque, tal vez por su misma juventud y procedencia era poco paciente con otras personas. El muchacho era originario de una colonia de Acapulco; su niñez había sido como la de cualquier otro muchacho. Durante la semana, asistía por las mañanas a la escuela Primaria. Sus maestros estaban más ocupados en su propia subsistencia que en la educación de 50 ó 60 chamacos por grupo. La disciplina no era una de las virtudes que se enseñaban en tal escuela, los muchachos se juntaban en pequeñas pandillas, más o menos, manejables por el Director. En una de tales pandillas destacaba Jacinto por ser bueno para los golpes. El chamaco tenía buenas aptitudes para los deportes, en especial para el boxeo, pero no había quien lo orientara para encausar esa energía y talento hacia caminos más apropiados.

En la colonia, Jacinto y su grupo eran temidos por otros grupos de niños. De tarde en tarde se daban enfrentamientos, de donde resultaban algunas narices sangrantes o, en el peor de los casos, alguna descalabrada, que se llevaba con el orgullo de quien había conseguido una medalla al mérito.

Los fines de semana, Jacinto los pasaba generalmente en la calle. Partidos mañaneros de fútbol y tardes de domingo en la playa de Hornos, donde había aprendido a nadar.

El ambiente familiar del muchacho no era muy diferente a la gran mayoría de nuestros jóvenes. El padre de Jacinto era un obrero de la construcción, tenía trabajo por temporadas; largas cuando tenía la fortuna de encontrar una obra grande o corta, cuando se contrataba por días sueltos. En el primer caso, no faltaba el qué comer en casa, aunque la ración fuese magra y con poca variedad, la madre del muchacho hacía magia para dar de comer a sus cuatro hijos. El padre era un hombre cumplido, casi nunca tomaba y cuando lo hacía, no pasaba de unas cuantas cervezas, más que todo era para convivir con sus compañeros y romper un poco con la rutina.

Cuando no encontraba obras consistentes donde contratarse, empezaban los problemas en casa, pues junto con los apremios económicos llegaban los problemas matrimoniales.

En la casa de Jacinto, construida con las propias manos del padre, no faltaban las imágenes santas: Destacaba la Virgen de Guadalupe, San Martín Caballero, siempre adornado con flores y hasta un retoño de sábila. San Martín de Porres, tan milagroso el negrito. En fin, un calendario viejo con un cromo de la Ultima Cena. Pero hasta ahí llegaba el fervor de la familia, pues fuera de las ocasiones sociales nunca iba la familia a la iglesia, nunca se preocupó por fomentar en los hijos la costumbre de asistir con regularidad a misa. En tales circunstancias terminó el muchacho su Primaria y dando traspiés salió adelante con la Secundaria. Después de tal logro, era necesario trabajar, aportar a la economía familiar cuando menos lo que él mismo consumía. Como el trabajo del padre no le atraía y a fin de no alejarse de la palomilla, Jacinto se acomodó como mandadero en un taller mecánico, con la promesa del “maistro” de que si se ponía abusado lo podría llegar a preparar como ayudante.

Así, entre la “25”, la grasa de baleros y el olor a gasolina, el muchacho no solo aprendió un poco de mecánica, sino que aprendió a manejar y en poco tiempo consiguió que un cliente del taller le confiará un taxi, en un principio como “posturero”, cubriendo las eventuales faltas de algún compañero.

Cuando Jacinto se vio tras el volante, poseedor del dominio de esa pequeña máquina capaz de correr como él mismo quisiera, el muchacho se transformó en un ser prepotente, majadero y agresivo. Su taxi, equipado con potentes bocinas de radio, transmitían a su paso los ritmos tropicales de moda, sin importarle las incomodidades que pudiese causar a sus pasajeros.

Si alguno se atrevía a pedirle bajar el volumen, el muchacho lo hacía en forma mínima y de mala manera.

En una ocasión, circulando por la Av. Costera le hizo la parada un anciano. El auto se detuvo frente al viejo y en forma automática Jacinto abrió la portezuela, el anciano, con dificultad se introdujo al pequeño vehículo y cuando estuvo sentado, sonriente volteó hacia Jacinto y le pidió que lo llevara a la Col. Jardín. El joven respondió de mal humor: ¡Cómo que a la Jardín abuelo!, a esta hora y con la obra de la carretera vamos a tardar mucho tiempo....

El anciano lo miró indulgente y de buen humor le respondió: caray hijito, yo de plano quisiera que me llevaras a las Brisas, pero vivo en la Jardín, así que dale, para no tardarnos más.

El joven se enardeció y le repuso al viejo: Mejor bájese viejo, búsquese otro tarugo pa’ que lo lleve, yo de plano no voy.

Sin perder la calma el anciano repuso: Mira muchacho, ya tengo rato aquí y nadie me quiere llevar, por favor no me hagas bajar, pues ya no aguanto la reuma. Ten un poco de caridad hacia este viejo Ante la súplica, de mala manera el muchacho enfiló hacia su destino. El viejo lo miraba de reojo, sonriente, complaciente. Viendo una copia de su identificación de taxista, el viejo le llamó por su nombre: Oye Jacinto, ¿te gusta tu trabajo?.

--Pues de esto vivo ¿qué no?.

--Eso es evidente, respondió el hombre, pero responde a mi pregunta.

--Yo que voy a saber si me gusta o no, de ésto vivo y ya.

El anciano insistió: ¿Eres feliz Jacinto?

--Ya no friegue abuelo, ¿eso con qué se come?, contestó un tanto divertido. Eso de la felicidad es para los ricos, nosotros los fregados no tenemos tiempo de pensar en ello.

A qué muchacho..., siguió el viejo, ¿quien te dijo que la felicidad se compra con dinero?.

Ya de mejor humor, Jacinto le respondió: bueno, no es que se compre como comprar tortillas, pero si se tiene dinero pa’ cualquier cosa, pues eso es la felicidad ¿que no?.

Mira muchacho, yo siempre he sido pobre, tan pobre que a mi edad sigo ganándome cada bocado que llevo a mi boca, pero te puedo decir con absoluta sinceridad que siempre he sido feliz.

--Pus pase corriente abuelo, diga cual es el secreto. Repuso divertido el joven.

--No es ningún secreto Jacinto, solo tienes que saber darte a la gente para ser feliz. Basta con ver el sol cada día para ser feliz. Escucha la risa de los niños y serás feliz. Dar un beso a tus padres y conocerás la felicidad. En fin, recibir a Cristo cada semana y serás feliz.

--No la amuele abuelito, ora sí está tomando el pelo, como va a creer que eso sea la felicidad: ¿darme a la gente?, será ver a quien me friego. El méndigo sol me achicharra todo el día, la risa de los chamacos....¿pues de qué se ríen los tarugos?....los quiero ver cuando crezcan. Darle un beso a mis padres....chale....me van a decir ¿que onda hijo...? Y eso de recibir a Cristo cada semana, pus de plano no lo entiendo.

El viejo lo escuchaba divertido...Mira Jacinto, entiende las cosas; ¿a ti te gusta que te maltraten?, ¿te satisface ser insultado?, si te accidentas, ¿te gustaría ser ayudado?.

--No pus no, si me maltratan les parto la cara y ni qué decir si me insultan....respondió con mirada torva. Y si algo me pasa, pus no ha de faltar quien me eche una mano ¿que no?.

Bien Jacinto, creo que ya vas entendiendo....Si tú tratas con amabilidad a la gente ¿crees que te insulten?

--No, pus no, serían gachadas ¿que no?.

--Si recibes buenos tratos de tus semejantes, ¿les pegarías?.

--No, yo no soy mala onda viejo, me gusta ser parejo...¿que no?.

--Te preguntas que de qué se ríen los niños y ya se te olvidó que tú también lo fuiste, ¿lo recuerdas?.
--Pus ora que lo dice, sí, me acuerdo las risotadas que teníamos cuando jugábamos, recordó con nostalgia.

--Muy bien Jacinto, lo estás comprendiendo muy bien...Oye muchacho, ¿quieres a tus padres?.
--Pus claro que los quiero, si son la buena onda con nosotros.

--Vaya, Jacinto, me da gusto saber que llevas buena relación con tus padres. Debes comprender que para los padres no hay nada más importante que las satisfacciones de los hijos. Puede haber carencias y limitaciones, pero eso no impide que los padres se preocupen por sus hijos.

--Y dime Jacinto, ¿tú eres católico?....¿Conoces a Cristo?...

--Bueno abuelo, respondió el joven, católico yo creo que sí, todos los somos ¿que no?.., pero ¿conocer a Cristo?....chale....pus claro que no, viejito.

El viejo lo escuchaba interesado y divertido.

--Mira muchacho, retomó la palabra el viejo, eso de ser todos católicos no necesariamente lo somos, no es como ser mexicano o chino o cualquier nacionalidad; ser católico es un compromiso que se hace con Jesucristo desde el fondo de nuestro corazón. Es la firme convicción de que formamos parte del Cuerpo vivo de Cristo. Es saber que nosotros somos los descendientes de los discípulos del mismo Jesús y, lo que en un principio te decía, el ser enriquecidos espiritualmente cada vez que comulgamos, pues realmente estamos recibiendo la Sangre y el Cuerpo de Cristo. Eso, hijo mío, nos llena de una gran felicidad y nos da fuerzas para vivir plenamente, en la felicidad.

Caramba, abuelito, ora si que me dejó de a seis....nunca me habían explicado esa onda, pero me pasa...yo creo que voy a platicarlo con mis jefes y el domingo le vamos a llegar a la misa.....Como la ve, por venir en la plática ni pesado se me hizo el viaje. Ya llegamos a la Jardín, dígame a donde mero lo llevo. El joven no obtuvo respuesta y desconcertado volteó a la parte trasera del auto, el cual estaba vacío....ni rastro del viejo.....solo se percibía un fresco olor a nardos e incienso. El joven se santiguó y durante unos minutos no se pudo ni mover. Dentro de su corazón se dio cuenta de la grandeza del mensaje recibido. Su vida había cambiado.

Sergio Amaya S.
Septiembre de 1997
Acapulco, Gro.

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